La sonetina del confinamiento

La sonetina del confinamiento

Con índice y pulgar arrojo el dado
mientras con la otra mano mezo el vino.
¿A qué permutación de mi destino
me dirige el azar en este estado?
No quiero componer otra corona
de sonetos. El dado rueda para
mostrarme, en superposición, la cara
que no discierno aún. En esta zona
difusa entre el no ser y el ser no debe
configurarse nada más que el eco
de lo no acontecido.
«No me midas,
no me midas». Escucho en ese breve
decrescendo floral, capcioso, seco,
el leitmotiv que colma nuestras vidas.

Ésta, entre todas mis posibles vidas,
es la que el raudo devenir me ha dado.
Anidado en mi sala sorbo el seco
Cabernet que compré anteayer y hoy vino.
Mis hijos duermen. Tengo sueño. En breve
caducará el momento que destino
a aprender algún truco. No soy Midas,
pero esta noche iluminada he estado
menos pobre, en mi palma izquierda el eco
mudo del cara o cruz que me corona.
El dado, mientras tanto, rueda. (Debe
de estar diciendo que el azar no para).
¿Cuántos más magos hay en esta zona?,
me pregunto al cerrar la mano. Cara.

Torque inicial. Ondulación. Cae cara.
En el tiempo, al volar, también las vidas
oscilan por el borde de una zona
semejante a una arista de mi dado,
simulando dar vueltas como para
fingir libre albedrío. (Un golpe seco,
como de mano contra mano, debe
revelarnos la cruz final). Más vino.
No Hoegaarden ni Pilsner ni Corona,
porque la vida es demasiado breve
para engordarse con cervezas. ¡Eco!
Si el ebrio desvarío es mi destino,
mejor llegar con vino. En este estado,
al decir «no me midas, no me midas»,

a la espera, lector, de que me midas,
apenas puedo recordar la cara
que puse cuando supe que el estado
donde divergirían nuestras vidas
sería Massachusetts, mi destino.
Tú quizá ahora en Guatemala, zona
quince, no lejos del cañón del eco
que la memoria súbita me ha dado:
el precipicio y el descenso breve
al triste riachuelo al fondo para
oír el -ona tras gritar «¡corona!».
Tal vez el riachuelo ya esté seco.
Tal vez estés bebiéndote un buen vino.
Tal vez estés sumando haber y debe.

«Basta de disgregarse: no se debe
medir otros pasados. ¡No los midas!
–me digo, incómodo–, el futuro vino
y ahora lo que toca es dar la cara.
Mas bien la máscara» –corrijo en seco–.
Desde hace varias décadas he estado
buscando reclusión. Con el corona-
virus que hoy amenaza nuestras vidas,
mi afán por el confinamiento para.
(¡Qué barrocos los giros del destino!)
Lo que uno quiere duradero es breve,
hasta que de repente entra en la zona
de la exasperación. En este dado
del azar vivo, cada cara es eco

de sí misma en la mesa, que es el eco
temporal de otra mesa a que uno debe
regresar con el lance de otro dado.
(También el áureo dado del rey Midas
avanzó lentamente hacia esa zona).
Oigo «me gusta el vino porque el vino…»,
y quiero completarlo con «es breve».
El vino está tiñéndome la cara.
Falta ya poco para mi destino.
Me veo en la copa y noto que estoy seco.
La reclusión ha sido buena para
ponerme al fin en el mejor estado
físico de mi vida, y de otras vidas.
«No quiero componer otra corona

–me digo– aunque esto sueñe ser corona».
¿Cómo va a serlo? Hay mucho vino y eco.
Y no sólo una vida, varias vidas
permutables y permutadas. Debe
de ser metáfora de algún estado
mental que el ir buscándolo me ha dado.
Lo llamo sonetina ahora para
que después de leerlo, tú lo midas.
Parco en imágenes, poema seco,
triste, y arrinconado en una zona
de gris incertidumbre en que el destino,
en forma del confinamiento, vino
a echarme un buen palíndromo en la cara.
«Ever bored ego: cogedero breve».

El reino del Oulipo ha sido breve.
Mi sonetina es –lejos de corona–
prisma pentagonal, en cada cara
un racimo de rimas que hacen eco
de todos los demás. La idea me vino
cuando, pensando en las posibles vidas
del gran Raymond Queneau, cuyo destino
es el mío también, me dije:
«debe
poderse hacer que escape de su zona
la sextina». Es por eso que yo he estado
permutando palabras, como
«seco»,
que las musas equívocas me han dado.
Raymond Queneau era el verdadero Midas.
He aquí mi fe en su dado que no para.

Vuelvo la vista a la ventana para
dejar de replegarme, echar un breve
viaje exterior y permitir que midas
mi aptitud de poeta. Una corona
de tulipanes que este abril me ha dado
se entremezcla en el vidrio con mi cara
en esta luz crepuscular. El seco
rumor de hojas al viento trae un eco
de los maizales del abierto estado
al que emigré: Illinois. Y luego vino
mi mudanza relámpago a la zona
en que divergirían nuestras vidas:
Marblehead, Massachusetts, donde debe
de haber fijado el límite el destino.

Supuse, al emigrar, que mi destino
era ser matemático, pues para
todo épsilon mayor que cero, debe
haber un delta t –un instante breve–
que ve cómo divergen nuestras vidas
–cada una de ellas con su «no me midas»–,
hasta que deshabitan esa zona
de incertidumbre que ésta, mi corona,
pretende examinar, gracias al vino.
Cada épsilon la arista de algún dado.
Cada delta el umbral a algún estado.
Un proceso de Márkov en la cara
del dado que rodó. Y ahora el eco
del adiós a un muchacho esbelto y seco.

El adiós a un muchacho esbelto y seco,
presto a partir en rumbo a su destino,
regresa a mi memoria como un eco
de la serena voz paterna para
dibujar en mi mente aquella cara
que he dejado de ver. Mi padre debe
de haber temido un poco que mi estado
civil cambiase, para mal, en breve.
Yo iba a salir de Guatemala. El dado
pudo haberme lanzado en pos de vidas
que no busqué vivir. Sólo ésta vino.
«Mas no te impide nada que las midas
en este simulacro de corona,
este sistema cuántico, esta zona

X en que regresas a la zona
quince de la ciudad de estío seco
en que te imaginaras la corona
–me digo–; no receles del destino,
pues nada, nada impide que tú midas
a todas esas vidas
» –digo, en eco
de lo que acabo de decir. El vino
está surtiendo efecto. Sirve para
tender un puente extraño entre dos vidas:
la de este Pedro ahora con mi cara
y la del otro Pedro, a quien el dado
no lo llevó a emigrar. El vino debe
de ser bueno aunque guste por lo breve
de la embriaguez serena, de este estado

en superposición en el que he estado
buscándome de nuevo en esa zona.
«Que el tal confinamiento te sea breve»,
me dice el joven Pedro, el Pedro seco,
quien vive en Guatemala aún, quien debe
de estar también armando una corona
meditativa mientras rueda un dado
entrelazado con el que destino
a abrirme este portal a la otra cara
del dado en el pasado con que Midas
quizá fue examinando sendas vidas.
«Que en tu confinamiento se oiga el eco
del mío y en el mío el tuyo para
sorber el infinito como a un vino»,

le digo al Pedro seco y sorbo el vino.
Éste desaparece. El breve estado
al que logré acceder, de pronto para.
Mi lúcida embriaguez es una zona
a la que llego para oír el eco
de mi concentración profunda y breve.
Ha sido un roce fluido de dos vidas
–un Pedro emborrachado, un Pedro seco–
mediado por Raymond Queneau, el rey Midas
del Oulipo, a quien esta forma debe
agasajar, surgida de la cara
noción de la quenina, una corona
de sonetos acerca del destino,
es decir el destino de algún dado.

Es hora de que el dado cese. El vino
me trajo a mi destino. En este estado
compuse la corona a medias para
enseñarte mi cara en una zona
que me ignora y no debe oír el eco
de ese mi
«no me midas» torpe y breve
con que ahora diseco mis dos vidas.

Pedro Poitevin

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