Los siete pecados capitales

Los siete pecados capitales

1. Lujuria

Son siete lenguas, son catorce manos
que se deslizan por tus cavidades,
son los insectos bajo las ciudades,
son las agujas de los cirujanos.

Una mujer con pechos soberanos,
un calabozo en territorio de Hades
en que flagelan pieles las deidades
y se someten mudos los profanos.

Ella se desvanece en la cadencia
irregular de las acometidas,
en la lujuria hirviente con que piensa

en esas lenguas, en la penitencia
de los esfínteres, en las heridas—
las simetrías de la noche extensa.

2. Pereza

Las simetrías de la noche extensa
son dedos desgajando mandarinas,
o quizá manos recogiendo finas
tiras de pelo para hacerlas trenza.

¿Para qué terminar lo que comienza?
Trenzar quince sonetos, ¿te imaginas?
¡Qué tedio dan las musas bizantinas!
Ya no quiero buscar su recompensa.

Prefiero entretenerme con el diario
ritual de hacer muy poco, casi nada,
y luego, en esa soledad inmensa

del frío insomnio, hacer el inventario
de las horas y husmear en la alborada
la soledad que queda en la despensa.

3. Gula

La soledad que queda en la despensa,
el esqueleto mustio del enjambre,
las semillas regadas del estambre,
las manchas gordas de la desvergüenza.

Todo lo que termina recomienza:
las sobras siempre van a dar al fiambre,
y tras la siesta larga viene el hambre
irregular, desaforada, intensa.

Y todo es ya manjar. El apetito
se extiende de la entrada al plato fuerte,
y nos vaciamos en los lavamanos.

El ciclo de la gula es infinito:
la carne marinada por la muerte
es hiel de que se nutren los gusanos.

4. Ira

Es hiel de que se nutren los gusanos.
Es una abeja ciega y asesina.
Es el vidrio quebrado en la cantina.
Es el calor que encienden los veranos.

Es el afán de ahorcarse con las manos.
Es el reptil que acecha en la piscina.
Es una dentellada repentina.
Es estampida lacerando llanos.

Voy a romperlo todo esta mañana,
la vil quijada del arrendatario,
la caja donde guarda los habanos,

y tras echar un grito en la ventana,
saldré a arrancar, en mi voraz calvario,
las flores de los barrios suburbanos.

5. Envidia

Las flores de los barrios suburbanos
son las muchachas bobas, adornadas,
que estiran minifaldas ajustadas
y anhelan novios norteamericanos.

Y por los centros metropolitanos
habitan otras flores menos dadas
a las afectaciones refinadas,
y pese a que no cuidan de sus manos,

el quid de sus anhelos es el mismo.
La envidia es un efecto del vacío
doblado, contemplando lo que piensa.

Ay, envidiar es ver en uno mismo
esas flores cubiertas de rocío
con sed de todo cuanto se condensa.

6. Codicia

Con sed de todo cuanto se condensa
en manos de los más afortunados
(no solamente Dios juega a los dados),
me pongo los anteojos, leo la prensa.

La economía ya se descompensa,
se están desmoronando los mercados,
mas siempre estamos los aventajados:
la crisis puede ser la recompensa.

Me apoyo en la ventana con el codo
y todo se dispersa en el derroche
desaforado de la noche extensa.

Lo sé. No puedo poseerlo todo.
Inmensa gravedad la de la noche.
En esa luna especular la ofensa.

7. Soberbia

En esa luna especular la ofensa
de un dios que nos incita desde lejos
a la contemplación de los espejos,
al canto lírico, a la desvergüenza.

¿Qué opina de la vanidad? ¿Qué piensa
de nuestros trasnochados catalejos,
de nuestros nubarrones y perplejos,
de las fascinaciones que propensa?

Si todo es vanidad, como se dice,
¿es posible que él llame sacrilegio
a mínimos defectos, tan humanos?

Conjeturo que no se contradice:
seguro que le halaga el privilegio
de ser el dios dilecto de los vanos.

8. Soberbia

De ser el dios dilecto de los vanos,
sería mucho menos comprendido
por quienes tienen ego disminuido
y adoran a sus dioses con las manos.

Sin moros ni judíos ni cristianos,
yo moraría desapercibido,
pues ha quedado bien establecido:
los vanos sólo piensan en sus granos.

Proscribo la soberbia, pero en vano.
Si, vanidad de vanidades, todo
es vanidad, me siento sentenciado

a ser de los soberbios el decano.
Acepto la verdad: y es que, ni modo,
yo soy la sed de amor ilimitado.

9. Codicia

Yo soy la sed de amor ilimitado,
o eso dicen de mí los más perversos
poetas en canonizados versos:
el primer mandamiento es delicado.

A mí me importa un bledo lo sagrado,
lo mismo que me importan los conversos:
lo que quiero es reinar más universos
para sentirme más acomodado.

Me gustaría ser el Oligarca,
mas los diestros poetas del parnaso
no lo permitirán. Es mi consuelo

que pese a la escasez de mi comarca,
todas las primaveras me lo paso
inventariando flores en el cielo.

10. Envidia

Inventariando flores en el cielo
—el paraíso, como lo describes—,
de súbito comprendo lo que vives
en tu jardín mortal, y lo recelo.

Cuentas tus días, viertes sobre el suelo
tus hojas, árbol corvo de declives,
y lo revisas todo, lo reescribes,
sin importar que luego venga el hielo.

Tú lo tienes prohibido, mas la envidia
es natural en Dios, no hay paradoja:
lo que es divino no es de los mortales.

si he dejado que vivas, es desidia:
voy a arreglar de un golpe tu congoja
echando al fondo plagas infernales.

11. Ira

Echando al fondo plagas infernales
acompañadas de los terremotos,
voy sometiendo a ateos y devotos
a mis caprichos más elementales.

No son castigos por no serme leales,
ni son recordatorios de los votos
que los tristes mortales, manirrotos,
me ofrendan con sus dádivas triviales.

Mis plagas son despojos de la ira
que otrora dio principio al universo.
Si bien es cierto he desautorizado

la destrucción de mi jardín—la pira
que todo lo convierte en polvo terso—
¿qué importa que devore lo vedado?

12. Gula

¿Qué importa que devore lo vedado
el ser humano con su ciencia obtusa,
si voy a devorar hasta a su musa,
la Muerte, quien lo tiene fascinado?

Arrasaré con todo lo que he creado
el día de la destrucción profusa,
y no tendré que dar ninguna excusa
pues ya no quedará nada poblado.

Y cesará la luz: será la noche
de Crono finalmente vindicado
satisfaciendo su mayor anhelo.

Y luego de la gula y el derroche,
será de nuevo el día iluminado
en toda la extensión de mi desvelo.

13. Pereza

En toda la extensión de mi desvelo,
no cabe duda, no hay incertidumbre,
pues soy el dios que prende toda lumbre
y todo lo que existe es el modelo

de un grandioso universo paralelo,
sin tanta imperfección ni podredumbre,
que no he construido—tal es mi costumbre
de nunca permitir que tomen vuelo

mis planes sin primero hacer la siesta,
así la siesta dure lo que dure.
A mí me dan pereza los mortales:

vivir con esa prisa manifiesta
por dejar un legado que perdure:
el peor de los pecados capitales.

14. Lujuria

El peor de los pecados capitales
—el único pecado que me injuria—
es la voracidad de la lujuria
que tanto satisface a los mortales.

Es lo que nos revela desiguales
—incluso me separa de la curia—,
y nada me produce tanta furia
que el no tener orgías consensuales.

Hay siete cataclismos del cerebro
mas sólo la lujuria desmorona
a las deidades más que a los humanos.

Por eso—y muy a mi pesar—celebro
los versos que comienzan la corona:
«Son siete lenguas, son catorce manos».

15. Los siete pecados capitales

Son siete lenguas, son catorce manos
las simetrías de la noche extensa.
La soledad que queda en la despensa
es hiel de que se nutren los gusanos.

Las flores de los barrios suburbanos,
con sed de todo cuanto se condensa.
En esa luna especular la ofensa
de ser el dios dilecto de los vanos.

Yo soy la sed de amor ilimitado
inventariando flores en el cielo,
echando al fondo plagas infernales.

¿Qué importa que devore lo vedado?
En toda la extensión de mi desvelo,
el peor de los pecados capitales.

Pedro Poitevin

Los siete pecados capitales