Corona diurna

Corona diurna

Si bien todos los días es lo mismo
—la curva que rodea la bahía,
los estudiantes, la monotonía
de lanzar margaritas al abismo,

esos momentos en que me ensimismo,
me pregunto qué tal, cómo sería
dejar de hundirme en la filosofía,
hacer música, letras, periodismo—,

aquella casa en venta en el camino,
un rostro nuevo y un fugaz eureka,
la sutileza de las variaciones,

me despiertan de un tajo, me reclino
y, sin más, sobrevivo la jaqueca
y el largo anochecer de mis ficciones.

                      * * *

Sí, bien, todos los días es lo mismo:
me levanto a las seis de la mañana,
me cepillo los dientes y me baño,
me visto, bajo gradas, desayuno
tostada con jalea o con nutella,
hojeo el diario, casi lo adivino,
y luego me preparo para el día:

si es sábado o domingo me ensimismo
—así paso los fines de semana—,
y de lunes a viernes me regaño
—lo terco, lo monótono que es uno—
por mi recta rutina. Me consuela,
durante mi trayecto matutino,
la curva que rodea la bahía.

                      * * *

La curva que rodea la bahía
hace que me distraiga, que recuerde
el desierto de Utah, nuestro viaje
de polvo sobre rocas, el oleaje
de cirros en el cielo vasto, el verde
paso del tiempo rumbo a la otra playa.

Y cruzo el puente como quien ensaya
un discreto abordaje del pasado
que nos une y nos ata, y no consigo
volver a ser el crédulo testigo
del rojo abierto en el desierto alzado.
Aparco. Salgo del ensueño. El día

será lo que el desierto prometía:
los estudiantes, la monotonía.

                      * * *

Los estudiantes, la monotonía
de pasar repitiendo explicaciones.
Que te digan de modo tan sincero:

«Ay, qué pena, doctor, yo no sabía,
que había que estudiar definiciones».
Escuchar los reparos: «Yo prefiero

buscar en Google que en la biblioteca».
Ver que se cumple siempre tu presagio,
según el cual, aun cuando le señales

a todos la raíz de tu jaqueca,
el mismo Google hallará algún plagio,
o varios, esas son tus credenciales.

Perfeccionar aun más el mecanismo
de lanzar margaritas al abismo.

                      * * *

De lanzar margaritas al abismo,
de los ensayos que no ensayan nada,
de las reuniones del departamento:
siempre me canso de las mismas cosas.

Y sin embargo nunca me lamento
de ser un ogro por la madrugada,
y cambio de talante de repente.

Me encierro en la oficina finalmente,
y escribo algún soneto isabelino,
o si sale, mejor a lo Petrarca
—la rosa es una rosa entre dos rosas—
y me sorprende siempre lo que abarca.
Es la manera con que disciplino
esos momentos en que me ensimismo.

                     * * *

Esos momentos en que me ensimismo
me dan otros futuros del pasado:
Te busco en la tormenta, en el amado

y angular borde del rocoso abismo
a la orilla del río Colorado.
Diez años sin habernos encontrado.

Por fin ha terminado esta sequía.
Me miras a los ojos y me dices
que nunca perdonaste mis deslices
y el agua que ha corrido noche y día

por esta arteria de la geología
sólo dilata nuestras cicatrices.
Juras que no estaríamos felices.
Me pregunto qué tal, cómo sería.

                     * * *

Me pregunto qué tal, cómo sería
tomar la senda menos transitada
en vez de ir siempre a la cafetería.

Salir a caminar por la explanada.
Examinar la luz en la planicie.
Deshabitar el centro de la nada.

Ser sólo capa, sólo superficie.
Me digo «basta ya de estupideces:
desvarías; no dejes que te envicie

la poesía, lo que te mereces
es almorzar en buena compañía».
Hago la cola. No te desvaneces.

Si estuvieras conmigo aquí, ¿podría
dejar de hundirme en la filosofía?

                     * * *

Dejar de hundirme en la filosofía.
En eso pienso mientras dicto clase
de lógica modal. Mis aprendices
están de acuerdo, necesariamente.

En un mundo posible emprendería
otro camino rumbo al desenlace
final, sin importarme los matices:
sería más entero, más valiente;

iría al presidente, le diría,
tras la renuncia, «no me satisface
la plaza fija, ni las infelices
comodidades: tengo ahora en mente

—y comprendo, señor, su escepticismo
hacer música, letras, periodismo».

                     * * *

Hacer música, letras, periodismo
es la permutación de la rutina,
que da lo mismo a cambio de lo mismo
durante la última hora de oficina.

Esta pluma que siempre desafina
tacha líneas que adornan borradores
y me pongo a pensar en la vecina,
en su holgado jardín, en los colores.

De todos los magníficos errores
que cometí, me quedo con el día
en que llevé a su puerta doce flores
y supe lo que sabe todavía.

Me voy. Cierro los ojos e imagino
aquella casa en venta en el camino.

                     * * *

Aquella casa en venta en el camino
me invita a dar la vuelta a la manzana.
Aparco. Abro la puerta. Determino
que tengo que comprar más mejorana.

Salgo de casa. Cruzo varias calles.
Llego a la tienda. Compro también vino
aunque digan que agrava la jaqueca.

Me siento en una banca frente al lago.
El viento es un pincel sobre un espejo.
Me digo que estoy loco, que me halago
si digo que estoy cerca de estar viejo.

De nuevo estudio sombras y detalles
de luz oblicua en olas, y adivino
un rostro nuevo y un fugaz eureka.

                     * * *

Un rostro nuevo y un fugaz eureka,
esa premonición de la jaqueca.

El abandono de la perspectiva.
El camino de vuelta cuesta arriba.

La vida que se mueve en coplas breves.
El mundo en la cabeza. Sus relieves.

El llavero en la mano en el bolsillo.
Monedas, clavos, golpes de martillo.

Abro la puerta. Estoy en la cocina.
Qué difícil hallar la medicina.

Un sorbo, dos, magnífico brebaje.
Me acuesto en el sofá. Me voy de viaje.

Y tras esas primeras sensaciones,
la sutileza de las variaciones.

                     * * *

La sutileza de las variaciones
Goldberg en las bocinas de la sala
me adormece. Me sobo la cabeza.

Surco un canal. Mi mano se tropieza
con una vena que alguien apuñala
al ritmo con que mis preocupaciones

varían y se van volviendo grietas
adentro de las cuales suena el eco
de la más cerebral de las porfías.

Me digo «no me reconocerías
agrietado en la silla, hundido, seco».
Casi me duermo. Sueño con violetas,

y el timbre y el teléfono mezquino
me despiertan de un tajo. Me reclino.

                     * * *

Me despiertan de un tajo; me reclino.
No voy a abrir la puerta ni contesto.
Decido cocinar gnocchi con pesto
mas no sin antes descorchar el vino.

Me levanto. Camino. Estoy dispuesto
a hacer lo que hay que hacer en la cocina.
Me bebo el pinot noir, la medicina
es la misma rutina a que me apresto.

Me pierdo en los detalles de la fina
receta que me preparaste un día,
cuando yo todavía no sabía
que aun ida poblarías mi rutina.

Te recuerdo. La boca se me seca,
y sin más, sobrevivo la jaqueca.

                     * * *

Y sin más, sobrevivo la jaqueca
y me preparo para el nuevo día.
Lavo los platos, doblo ropa seca,
hojeo el texto de topología,

enciendo la televisión, la apago,
hago mis ejercicios vespertinos,
me baño y visto, me preparo un trago,
repaso sin rencor mis desatinos.

Me siento con la láptop encendida
y escribo un par de líneas de un poema
que intenta rendir cuenta de mi vida,
mi rutina, mi usanza, mi sistema.

Así improviso mis vacilaciones
y el largo anochecer de mis ficciones.

                     * * *

Y el largo anochecer de mis ficciones
revela en el celaje del ocaso
la realidad que un buen lector acaso
iría adivinando poco a poco.
Todo es ficción. En nada me equivoco.
A mi rutina la sostiene un prisma
pentagonal, un cíclico sofisma
que me retrata mal y que conjura
espectros de una mítica figura.
Son siete caras y son quince aristas
que voy armando con un par de pistas
para simbolizar las invenciones
que surgen en el mundo en que me abismo,
si bien todos los días es lo mismo.

Pedro Poitevin

Corona diurna